Tus ojos.

Esos ojos.
Me miran fijamente, desde ahí arriba, fijos en los míos. Veo mi tono marrón madera reflejado en los suyos.
Esos ojos que me cautivan, esa vasta extensión de agua oscura, la más oscura noche, esa enorme pradera inacabable. El universo en ellos. Me pierden y me atrapan, no dejándome salir. Mi mente vaga por ellos, deteniéndose en cada pequeño punto de claridad que reflejan. Son sinceramente perfectos, de un uniforme y soberbio color negro.

Son la clase de ojos que a un artista inspirarían, que a un caballero a los pies de una dama postrarían, que al más oscuro jinete doblegarían. Esos ojos dominan. Dominan mi corazón. Esa negra extensión, en la que me refugio en los más recónditos rincones de mi mente. Me hacen sentirme a salvo, en un eterno abrazo de amor y cariño.

Parecen dos guijarros caídos en medio de la nieve, tan pálida y delicada su piel. Dos oscuras manchas en la más absoluta pureza. Reflejan tantas cosas: amor, tristeza, alegría y sufrimiento, regocijo y orgullo. Reflejan el universo en sí.

Y cuando su mirada se clava en los míos, no puedo apartarla, se me paraliza el cuerpo, algo me incita a besarla, acariciarla, tocarla, poseerla a cualquier precio. Haber sido agraciada con esos ojos, simplemente, el mayor don que cualquier princesa, por más bella o rica que fuera, pudiera soñar jamás.